LECTIO DIVINA DEL MARTES DE LA SEMANA XV DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

SAN BUENAVENTURA, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

«¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas con vestido de penitencia y ceniza» Mt 11,21.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Mateo 11,20-24

En aquel tiempo, Jesús se puso a reprender a las ciudades donde había realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido: «¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas con vestido de penitencia y ceniza. Les digo que el día del juicio será más llevadero para Tiro y Sidón que para ustedes. Y tú, Cafarnaúm, ¿piensas escalar el cielo?, pues bajarás al infierno. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han realizado en ti, esa ciudad todavía existiría. En verdad les digo que, en el día del juicio, la tierra de Sodoma será tratada con menos rigor que tú».

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«San Buenaventura establece ciertas correspondencias. Cada don combate un pecado capital y atrae una bienaventuranza. Así, el don de temor combate la soberbia y atrae la pobreza voluntaria o de espíritu; el don de piedad combate la envidia y atrae la mansedumbre; el don de ciencia combate la ira y atrae el llanto; el don de fortaleza combate la pereza y atrae el hambre y la sed de justicia; el don de consejo combate la avaricia y atrae la misericordia; el don de entendimiento combate la gula y atrae la pureza de corazón; y el don de sabiduría combate la lujuria y atrae la paz» (Mauricio Beuchot).

Hoy celebramos a San Buenaventura, obispo y doctor de la Iglesia. Nació en Bañoreal, cerca de Vitervo, en Italia, en 1221. Se llamaba Juan, pero dicen que cuando era muy pequeño enfermó gravemente y su madre lo presentó a San Francisco, el cual acercó al niñito de cuatro meses a su corazón y le dijo: «¡BUENA VENTURA!» que significa: «¡Buena suerte!». Y el niño quedó curado, por eso cambio su nombre Juan por el de Buenaventura. Tomó los hábitos de la orden seráfica llegando a ser superior general de los frailes menores; se le conoce como el segundo fundador de la orden franciscana.

Al término del Concilio de Lyon, dirigido por San Buenaventura, por orden del Sumo Pontífice, el santo sintió que le faltaban las fuerzas, y el 15 de julio de 1274 murió santamente asistido por el Papa. San Buenaventura se caracterizaba por su humildad y caridad. Recibió el título de «Doctor Seráfico» por las virtudes angélicas que realzaban su saber. Fue canonizado en 1482 y declarado Doctor de la Iglesia en 1588.

Luego del discurso de Jesús sobre la misión apostólica, en Mt 11,2-18, se ubica el texto sobre Juan Bautista; y después continúa el pasaje evangélico de hoy, que se sitúa en la región de Galilea, particularmente en ciudades como Corazín, Betsaida y Cafarnaúm, enclaves del ministerio público de Jesús. Estas ciudades habían sido escenario de numerosos signos y milagros del Señor, testigos privilegiados de la irrupción del Reino en la historia. Sin embargo, a pesar de la gracia derramada, su corazón permaneció endurecido, aferrado a sus seguridades religiosas, sociales y culturales.

Galilea era una región de mezcla cultural, un cruce de caminos entre el judaísmo fiel a Jerusalén y la influencia helenista. Políticamente, estaba bajo la administración de Herodes Antipas, un tétrarca que buscaba agradar a Roma. Mientras tanto, el pueblo esperaba la manifestación del Mesías, pero lo imaginaban como un caudillo libertador, no como el Siervo sufriente que predicaba la conversión y el amor a los enemigos. En este contexto de tensiones y expectativas, las palabras de Jesús no solo eran contraculturales, sino también profundamente proféticas.

Jesús denuncia con dolor, no con frialdad. Su tono es el del esposo herido por la indiferencia de su amada. Las ciudades que rechazaron su presencia están llamadas a un juicio más severo que Sodoma y Tiro, no por haber cometido más pecados, sino por haber despreciado la luz mayor.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

«Jesús se puso a reprender a las ciudades donde había realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido» (Mt 11,20). Estas palabras resuenan como un eco profundo en nuestro tiempo, donde la abundancia de signos, enseñanzas, sacramentos y testimonios de fe muchas veces no logra tocar el corazón endurecido por la costumbre o la indiferencia.

Jesús no reprocha por venganza, sino por amor. El dolor de su corazón divino estalla en palabras que son lamento y advertencia: «¡Ay de ti, Corozaín!». Cuántas veces también nuestras parroquias, nuestras comunidades, nuestras familias, se asemejan a Corozaín, a Cafarnaúm: hemos sido bendecidos con una Presencia real, y sin embargo, caminamos como si no la hubiéramos conocido.

El texto es una llamada urgente a la conversión. No hay neutralidad ante Cristo. Su paso deja huella, y nuestra respuesta puede ser apertura a la salvación o cierre ante la luz. Como dice Juan: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas…» (Jn 3,19). Hoy, el Señor mira nuestras ciudades, nuestras redes, nuestras decisiones cotidianas. Y su pregunta permanece: “¿Te has convertido realmente a mí?”

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Dios todopoderoso, concede a cuantos hoy celebramos la fiesta de tu obispo san Buenaventura la gracia de aprovechar su admirable doctrina e imitar los ejemplos de su ardiente caridad.

Espíritu Santo, amor de Dios Padre y de Dios Hijo, “doma al espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero, reparte sus siete dones según la fe de tus siervos, por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito, salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén”.

Amado Jesús, Palabra eterna de Dios Padre, misericordia infinita, acoge con tu perdón a las almas de todos los difuntos, especialmente, de aquellos más necesitados de tu misericordia.

Madre Santísima, Madre del Verbo, Madre de la Iglesia, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

El alma se sumerge en el misterio de un Cristo que pasa y espera. Pasa por nuestras ciudades iluminadas, por nuestras casas cargadas de tecnología, por nuestros corazones ocupados en mil tareas, y espera. No impone, no grita, no fuerza: simplemente espera. Como una brisa suave que busca abrir una ventana.

Contemplar hoy a Jesús en Cafarnaúm es contemplarlo en nuestras ciudades, en nuestras parroquias, en nuestras familias. ¡Cuántos signos ha obrado el Señor! Y, sin embargo, ¡cuán pocas veces dejamos que nos toque el corazón!

Hagamos los siguientes propósitos concretos: practicar el silencio interior al comenzar el día, para reconocer los signos del Señor; escribir cada noche un signo de su presencia en la jornada; hacer una acción concreta de conversión: reconciliación, servicio, perdón. Y, mientras contemplamos, dejamos de hablar. Solo lo miramos. Y en ese mirar, algo cambia en nosotros. Porque el que ha sido mirado por Cristo, ya no puede vivir como antes.

Contemplemos a Dios con un texto de Carlo Carretto:

«Ahí está. La humanidad espera a Dios. El pueblo elegido es como la punta adelantada de la marcha y, por consiguiente, se muestra más sensible a la espera, fija los ojos en el horizonte. El Mesías debe estar ya cerca. ¿Qué busca este pueblo, su pueblo, en él? ¿Qué rasgos hay que descubrir, a primera vista, a su llegada? El poder, la gloria, la luz fulgurante, el triunfo.

¿Qué llega? La debilidad, la pequeñez, la oscuridad, el anonimato. ¿Quién ha advertido la venida de Dios bajo el velo de la carne de un niño? ¡Nadie! Ninguno de los que le esperaban le ha visto. Ninguno se ha movido en Jerusalén, la ciudad santa, el escabel de Dios.

¡Peor aún! Alguien se ha movido, pero ha sido para matar al inoportuno que venía de una manera diferente a como se le esperaba. El pueblo más religioso de la tierra, el pueblo elegido, no vivía sino de esta espera, y esa espera se había vuelto espasmódica, se sentía en el aire. ¿Qué buscaba este pueblo en el horizonte mesiánico, en la aurora de todas las profecías? Al hijo de David, al vencedor, al que habría de restaurar el Reino, al que habría de expulsar, por fin, a los odiados romanos.

¿Quién llega? Un pobre obrero, escondido en un pueblo desconocido y además despreciado. No hay nada que hacer. Después de tantos años nadie se ha dado cuenta. Los ojos buscaban algo muy distinto al sudor de un trabajador o al anonimato de un pobre.

¿Y cómo acaba la historia? El choque entre aquel que dice ser el Hijo de Dios y los que no pueden aceptar un modo de proceder como éste llega a su apogeo y se resuelve en la crucifixión de un inocente. Es difícil creer en Dios, es difícil comprenderle en su pensamiento íntimo, y más difícil todavía escucharle. Pero tampoco hay que escandalizarse, conociendo la realidad de la debilidad humana, que es infinita, aunque no supera la misericordia de Dios».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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