LECTIO DIVINA DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

«Este es mi Hijo, el escogido, escúchenlo» Lc 9,35.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,28b-36

En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el escogido, escúchenlo». Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«En la cumbre del monte, su cuerpo de barro se vistió de soles. En la cumbre del monte, su manto de nieve se cuajó de flores. En la cumbre del monte, excelso misterio: Cristo, Dios y hombre. En la cumbre del monte, a la fe se abrieron nuestros corazones. Amén» (Himno de la liturgia de las horas).

De acuerdo con el Evangelio de Lucas, la Transfiguración ocurre ocho días después de que Nuestro Señor Jesucristo realizó el primer anuncio de su pasión, muerte y resurrección, y luego de revelar la condición fundamental para ser su discípulo. Es importante destacar también que, al día siguiente de la Transfiguración, Jesús hace el segundo anuncio de su pasión, muerte y resurrección luego de curar a un niño epiléptico. El texto de la Transfiguración se encuentra también en Mc 9,2-10 y en Mt 17,1-9.

El monte de la Transfiguración, tradicionalmente identificado con el Monte Tabor, se erige solitario sobre la llanura de Esdrelón, como una cúpula verde que se eleva hacia el cielo, símbolo del encuentro entre el hombre y Dios. Es un lugar apartado, casi místico, donde Jesús lleva a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Ellos representan el corazón más íntimo del Colegio Apostólico, los ojos testigos de los misterios más sublimes.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

En la cima del monte, cuando la brisa es más pura y el cielo más cercano, los discípulos contemplan al Maestro en una luz que no es de este mundo. Sus vestiduras resplandecen, su rostro se vuelve otro: es la gloria eterna filtrándose en el tiempo. ¡Qué misterio sublime y tembloroso! En ese instante, Pedro, desbordado, balbucea: «Maestro, qué bien se está aquí». Y, sin saber lo que dice, quiere fijar la gloria, detener el momento. Pero el misterio no puede aprisionarse. La nube desciende, la voz del Padre retumba: «Este es mi Hijo, el escogido, escúchenlo». Aquí está la clave: escuchar. No contemplar solamente, no entender todo, sino abrir el oído del alma a la Palabra que viene de lo alto.

Jesús se transfigura para prepararlos para el escándalo de la cruz. Aquel que se llenó de luz, pronto será cubierto de sangre. Aquel que resplandece en lo alto del monte, será desfigurado en el Gólgota. Como dirá San Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro» (2 Co 4,7).

Otros textos resuenan en armonía: el Bautismo en el Jordán (Lc 3,22), donde la misma voz del Padre revela su identidad; el rostro de Moisés resplandeciente en el Sinaí (Ex 34,29); la visión de Esteban al morir (Hch 7,55); y la promesa final: «Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Oh, Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los que lo precedieron y prefiguraste maravillosamente la perfecta adopción de los hijos, concede a tus siervos que, escuchando la voz de tu Hijo amado, merezcamos ser sus coherederos.

Padre eterno, te pedimos por el papa León XIV, nuestros obispos, párrocos, sacerdotes, diáconos y consagrados y consagradas, para que, reflejando en sus vidas el rostro luminoso de Jesús, nos ayuden a experimentar su misericordia en este tiempo de conversión.

Amado Jesús, justo juez, misericordia pura, ten compasión de los difuntos, especialmente de aquellos que más necesitan de tu infinita misericordia.

Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, Reyna de los ángeles, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

Quédate en silencio. Imagina el monte. Sube con Jesús. Mira cómo su rostro cambia. Mira cómo la eternidad se hace visible en la piel del tiempo. Deja que esa luz te bañe, te toque, te sane.

Contemplar la Transfiguración es recordar que, en cada Eucaristía, el pan se hace gloria; que en cada acto de caridad, la carne del pobre resplandece; que, en cada lágrima ofrecida, hay una luz oculta que un día se manifestará. Hoy, Dios nos dice: «Escúchenlo». No te distraigas en mil ruidos. Haz silencio interior y escucha al Hijo.

Te propongo lo siguiente: lee el Evangelio del día en silencio y medítalo con el corazón. Practica el ayuno del ruido por al menos una hora cada día: nada de redes, ni de distracciones, solo silencio y Palabra. En cada Misa, contempla en la Hostia al Jesús glorioso, oculto bajo la humildad del pan. Como enseñó Benedicto XVI: «La Transfiguración nos recuerda que la gloria de Cristo no es un añadido a su humanidad, sino su verdadera identidad revelada a quienes lo aman y están dispuestos a cargar con su cruz».

Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con un escrito de Juan de Ford:

«“Dulce es la luz – dice Salomón – y agradable para los ojos ver el sol” (Eclesiástico 11,7). ¿Qué significa, para los ojos, ver el sol? El esposo es luz y “su rostro brillaba como el sol” (Mt 17,2). En sus ojos, sin embargo, se refleja la fascinación de una belleza sorprendente, que deslumbra con su esplendor, como un astro de luz infinita.

Entonces, ¿por qué no me acerco para calentarme? ¡Oh, tumulto de las preocupaciones humanas! ¿Por qué priváis a mi pobre alma de los ojos de Jesús? Alejaos de mí, quién sabe si podré procurarme, de alguna manera, como a hurtadillas, un poco de este gozo, aunque sólo sea un instante. Y si no se me permite saborear plenamente esta visión bienaventurada, que al menos pueda alegrarme de haberla deseado. El solo hecho de desear esta belleza es como despojarse de la propia fealdad y revestirse de su esplendor.

El que busca ardientemente el rostro de Jesús ya ha llegado, en realidad, a exaltar al Hijo del hombre y ya ha despuntado para él el día de la gloria. Éste es, por tanto, para ti el signo de que has visto verdaderamente a Jesús: si le has glorificado con todo el corazón en la alabanza y en la bendición.

¡Oh rostro más deseable que cualquier otra cosa, que no privas de tu visión a los que te buscan y que glorificas con tu luz a los que te ven! Ahora bien, como dijo el mismo Jesús, esta alegre glorificación dura sólo una brevísima hora y, además, rara vez se concede.

Es ésta una hora feliz, y grande es su ganancia. Es la hora en la que él glorifica, a su vez, a los que le dan gloria. “Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,4). Efectivamente, la visión del rostro de Jesús es, en verdad, portadora de salvación y de vida, pero el hombre no podrá verlo si antes no muere a sí mismo, para vivir sólo para él. ¡Bienaventurados los ojos de todos aquellos que lo han visto!».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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