«Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama; sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» Lc 8,16.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
Lectura del santo evangelio según san Lucas 8,16-18
En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama; sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz. Nada hay oculto que no llegue a saberse o a hacerse público. A ver si me escuchan bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener».
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«Cristo trata aquí de la luz espiritual. La lámpara tiene un gran significado en la Sagrada Escritura. Israel para significar la fidelidad a Dios y la continuidad de la oración, hace arder perpetuamente una lámpara en el santuario (Ex 27,20ss); dejar que se extinga sería dar a entender a Dios que se le abandona (2 Par 29,7). Viceversa, dichosos los que velan en espera del Señor, como las vírgenes sensatas (Mt 25,1-8) o el servidor fiel (Lc 12,35), cuyas lámparas se mantienen encendidas. Dios aguarda todavía más de su fiel: en lugar de dejar la lámpara bajo el celemín o la cama (Mt 5,15ss; Lc 8,16-18), él mismo debe brillar como un foco de luz en medio de un mundo perverso en tinieblas (Flp 2,15), como en otro tiempo Elías, ‘‘cuya palabra ardía como una antorcha’’ (Eclo 48,1) o como Juan Bautista: ‘‘lámpara que ardía y lucía’’ (Jn 5,35), para dar testimonio de la verdadera Luz, que es Cristo. Así la Iglesia, sobre Pedro y Pablo, los dos olivos y los dos candeleros que están delante del Señor de la tierra (Ap 11,4), debe hacer irradiar hasta el fin de los tiempos la gloria del Hijo del Hombre» (Orígenes).
En el pasaje evangélico de hoy, Jesús señala claramente que la luz del evangelio y de la fe que se ha recibido con plena libertad, disposición y humildad, debe ser comunicada y compartida. Quien solo la atesora, sin compartirla, perderá todo, incluso, hasta lo que aparenta tener. Una advertencia sabia para abandonar un pasado de miedo, ser transparente y avanzar libremente con la luz de Cristo.
- Meditación
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
El Señor no pregunta si eres luz, sino dónde colocas la lámpara que Él encendió. La fe no es una luciérnaga estética, es un fuego recibido para alumbrar casa, calle y conciencia. «Al que tiene se le dará» (Lc 8,18): no habla de acaparar, sino de esa expansión misteriosa por la cual la verdad, cuando es acogida y vivida, dilata el corazón (cf. 2Co 4,6). Quien guarda la luz para sí, la apaga; quien la pone en alto —testimonio, caridad, coherencia— ve multiplicado el aceite.
Este evangelio dialoga con Mt 5,14-16 (luz en el candelero), Mc 4,21-25 (con la misma medida), Lc 11,33-36 (ojo limpio que deja pasar la claridad) y con la gran confesión de Cristo «Luz del mundo» (Jn 8,12; 12,46). También resuena Ef 5,8-14: «Vivan como hijos de la luz». «Fíjense bien en la manera cómo escuchan» (Lc 8,18) recuerda que la entrada de la luz comienza por el oído obediente: «La fe viene de la predicación» (Rm 10,17) y la Palabra «es viva y eficaz» (Hb 4,12).
Tal como reza el salmo 118: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero», también, uno de los mejores frutos de la lectura orante de la Palabra de Dios es que ella se convierta en luz interior y exterior para las personas que la meditan y la hacen realidad, con humildad y diluyendo el egoísmo. Cuando hagamos realidad la Palabra en el corazón de nuestro prójimo, estaremos renovando su espíritu y cumpliendo nuestra misión cristiana.
Hagamos una conversión práctica: pasar de ser consumidores de mensajes a portadores del Mensaje; de murmurar sombras a pronunciar bendiciones; de esconder talentos a ponerlos al servicio. La lámpara es Cristo; el candelero, tu vida pública. ¿Se ve?
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
Espíritu Santo otórganos la inteligencia para que nuestro corazón esté siempre orientado a amar y a perdonar al prójimo, así como a la realización de obras de misericordia inspiradas en Nuestro Señor Jesucristo.
Amado Jesús, purifica nuestro corazón para que acojamos tu Palabra en un terreno bueno que la haga fructificar en cosecha de alegría y de bienaventuranza para los pobres de la tierra. Que tu anuncio llegue a todos en este tiempo de la fe, hasta el día en que tú mismo, enjugando toda lágrima de nuestros rostros, te muestres como eres: Señor glorioso y nuestra eterna felicidad.
Amado Señor Jesús, a quien toda lengua proclamará: Señor para gloria de Dios Padre, recibe en tu reino, por tu inmensa misericordia, a nuestros hermanos difuntos.
¡Dulce Madre, María!, Madre celestial, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones.
- Contemplación y acción
Calla el ruido. Mira a Cristo, lámpara sobre el madero. Déjate atravesar por su claridad mansa: no hiere, revela. Repite despacio: «Tú eres mi luz y mi salvación» (Sal 27,1). Permanece allí. Que el corazón reciba la consigna: tu vida es candelero.
Te sugiero hagas los siguientes propósitos luminosos y posibles para hoy: Eleva la lámpara: un gesto público de fe (signo de la cruz, bendecir la mesa, una palabra de esperanza en tu trabajo). Aceita la mecha: 10 minutos de Evangelio escuchado de rodillas el corazón (Lc 8,16-18), dejando que una frase te acompañe todo el día. Identifica una persona y alúmbrala con una obra concreta de misericordia (cf. Mt 25,35-36). Purifica el cristal: examen breve al anochecer; nómbrale al Señor la vasija que tapa tu luz (temor humano, tibieza, doblez) y entrégasela. Visita al Santísimo o un minuto de adoración donde estés; respira su Nombre: “Jesús”.
Y vuelve al silencio: que la Presencia sea más fuerte que las palabras. «Levántate, brilla, que llega tu luz» (Is 60,1).
Contemplemos a Dios a través de un texto de San Francisco de Sales:
«Solemos decir que cuando el sol se levanta rojizo para después tornarse oscuro y triste, o cuando al ocultarse se ofrece amarillento, pálido y mortecino, que ello es señal de tiempo lluvioso.
Teótimo, el sol no es rojo, ni negro, ni pálido, ni gris; esa gran luminaria no está sujeta a las vicisitudes y cambios de colores, pues su único color es la clarísima luz, que es invariable. Pero hablamos así, porque lo vemos así a causa de la variedad de vapores que está entre el sol y nuestros ojos, y que nos hacen verle de diferentes maneras.
Lo mismo nos pasa con Dios. Por sus obras y a través de ellas le contemplamos como si tuviese multitud de diferentes excelencias y perfecciones…
Si le contemplamos cuando libera al pecador de su miseria, decimos que es misericordioso; cuando le vemos como Creador de todas las cosas, omnipotente; cuando cumple exactamente sus promesas, veraz; al ver el orden con que ha creado todas las cosas, admiramos su sabiduría. Y así consecutivamente, según la variedad de sus obras le atribuimos una diversidad de perfecciones.
Sin embargo, en Dios no hay ni variedad ni diferencia alguna de perfección, en Sí mismo es una sola perfección, simple y única perfección; pues todo lo que está en Él no es sino Él mismo y todas las excelencias, que decimos que tiene en sí, en tan grande variedad, están allí en una simplicísima y purísima unidad.
Lo mismo que el Sol carece de todos esos colores que le atribuimos y sólo tiene una clarísima luz, que está por encima de todo color y que hace colorear todos los colores, así en Dios no hay más que una sola y pura excelencia que está por encima de toda perfección y que da la perfección a todo».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.