LECTIO DIVINA DEL LUNES DE LA OCTAVA DE NAVIDAD – CICLO C

«Y cuando cumplieron todo lo que ordenaba la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él» Lc 2,39-40.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Lucas 2,36-40

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que ordenaba la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«Grandes fueron los méritos de Ana, aquella viuda santa. Había vivido siete años con su marido; muerto él, había llegado a la ancianidad, y en su santa vejez esperaba la infancia del Salvador, para verlo pequeño, ya entrada ella en años; para reconocerlo, ya viejecita, y para ver entrar en el mundo al Salvador, ella que estaba a punto de salir de él» (San Agustín).

Hoy, en tiempo de Navidad, meditamos los textos denominados “Alabanza de Ana” y “Vuelta a Nazaret” que narran los hechos que sucedieron luego de la circuncisión, la presentación de Jesús y de la bendición de Simeón en el templo de Jerusalén.

La lectura nos sitúa en el Templo de Jerusalén, el centro espiritual del judaísmo, lugar de sacrificio y alabanza al Dios de Israel. En este ambiente de profunda piedad, Ana, una anciana profetisa, es presentada como un ejemplo de fidelidad. Ana era de la tribu de Aser, una de las tribus del norte que había desaparecido tras el exilio asirio (2 Re 17,6). Su presencia aquí simboliza la restauración de todo Israel. Viuda durante la mayor parte de su vida, dedicó sus días al ayuno y la oración en el Templo, esperando la redención prometida (Is 52,9; Dn 9,24). Asimismo, la ocupación romana pesaba sobre el pueblo, generando un anhelo de liberación política y espiritual. En este contexto, el encuentro con el Niño Jesús revela que la redención esperada no será por la fuerza, sino a través del amor encarnado.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

Queremos detenernos en la expresión final del texto de hoy: «El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él». La profundidad de este versículo radica en los siguientes detalles: el crecimiento del niño, al tomar nuestra humilde condición humana, sigue el proceso natural de toda persona; el aumento de sabiduría implica la comprensión profunda de las experiencias humanas desde una perspectiva divina. Y, el crecimiento en gracia significa identificar la presencia de Dios en la vida y seguirle con una entrega total, ya que la gracia de Dios ocupa, penetra y alienta toda la realidad humana.

Fijémonos ahora en la figura de Ana que resplandece como un faro de esperanza en medio de la oscuridad. Su vida, marcada por el ayuno y la oración, es una lección de perseverancia en la fe. En su encuentro con Jesús, Ana proclama lo que ha esperado durante décadas: «Ha visto la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). Este testimonio nos desafía a reflexionar sobre cómo vivimos nuestra espera del Señor. ¿Estamos dispuestos a dedicar nuestra vida al servicio de Dios, aun en medio de las pruebas? En un mundo que idolatra lo inmediato, Ana nos invita a cultivar la paciencia y la fidelidad.

El relato también subraya el carácter universal de la salvación. El hecho de que Ana sea de la tribu de Aser nos recuerda que Dios no olvida a ningún pueblo ni a ninguna persona. Su mensaje atraviesa el tiempo: en nuestras luchas diarias, Él nos encuentra y nos redime. Así como Ana reconoció al Salvador en un Niño humilde, también nosotros debemos aprender a descubrir la presencia de Dios en lo sencillo y cotidiano.

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Concédenos, Dios todopoderoso, que el renovado nacimiento de tu Unigénito encarnado libere a quienes nos domina la antigua servidumbre del pecado.

Padre eterno, mira con amor y misericordia a todos tus hijos, fortalece nuestro espíritu para que podamos vencer las tentaciones que el maligno nos presenta, y podamos seguir a Nuestro Señor Jesucristo con humildad y sencillez.

Espíritu Santo, dulce huésped del alma, muéstranos el camino que nos conduce a Nuestro Señor Jesucristo y a Dios Padre.

Amado Jesús, misericordia pura, tú que estás sentado a la derecha de Dios Padre, alegra con la visión de tu rostro a nuestros hermanos difuntos.

Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, intercede por nuestras oraciones ante la Santísima Trinidad.

  1. Contemplación y acción

El ejemplo de Ana nos lleva a contemplar una vida plenamente entregada a Dios. En su rostro surcado por los años y su corazón lleno de fe, encontramos el eco de las palabras de Isaías: «Los que esperan en el Señor renovaran sus fuerzas» (Is 40,31). Imaginemos a Ana mirando al Niño con ojos llenos de esperanza. Este acto de contemplación nos invita a cultivar el silencio interior y a buscar a Dios en lo profundo de nuestro corazón. Como propósito, dediquemos un momento cada día a la oración, ofreciendo nuestras vidas como una alabanza continua. Recordemos que Dios obra maravillas incluso en los momentos de mayor debilidad y que cada instante de fidelidad es un testimonio de su amor eterno.

Hermanos: contemplemos a Dios con la lectura de un escrito de Henri Jozef Machiel Nouwen:

«Ser hijo de Dios no te hace libre de tentaciones. Podrás tener momentos en que te sientas tan bendecido por Dios, tan en Dios, tan amado, como para olvidar que vives aún en un mundo de potencias y de principados. Pero tu inocencia de hijo de Dios tiene necesidad de ser protegida. De otro modo serás fácilmente catapultado fuera de tu verdadero yo y experimentarás la fuerza devastadora de las tinieblas que te rodean.

Este salir de ti mismo puede sobrevenirte como una gran sorpresa. Antes de que seas plenamente consciente podrás encontrarte derrotado por la concupiscencia, por la ira, por el resentimiento o por la avidez. Un cuadro, una persona, o un gesto, pueden desencadenar estas emociones fuertes y destructivas y seducir tu yo inocente.

Como hijo de Dios, debes ser prudente. No puedes andar sencillamente por el mundo como si nada o nadie pudiese hacerte daño. Continúas siendo extremadamente vulnerable: las mismas pasiones que te hacen amar a Dios pueden ser utilizadas por las potencias del mal.

Los hijos de Dios necesitan apoyo, protección, ayudarse unos a otros cercanos al corazón de Dios. Tú perteneces a una minoría en un mundo grande y hostil. Haciéndote más consciente de tu verdadera identidad de hijo de Dios, distinguirás más claramente las muchas fuerzas que tratan de convencerte de que todas las realidades espirituales son un falso sustituto de las cosas reales de la vida…

No te fíes de tus pensamientos ni de tus sentimientos cuando te encuentras fuera de ti mismo. Vuelve rápidamente a tu centro verdadero y no prestes atención a lo que te ha llevado al engaño. Gradualmente llegarás a estar mejor preparado para estas tentaciones y ellas tendrán cada vez menos poder sobre ti. Protege tu inocencia ateniéndote a la verdad: eres hijo de Dios y eres profundamente amado».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

Oración final

Gracias Señor Jesús porque tu Palabra nos conduce por caminos de paz, amor y santidad.

Espíritu Santo ilumínanos para que la Palabra se convierta en acción. Dios glorioso, escucha nuestra oración, bendito seas por los siglos de los siglos.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Amén.