«Celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido, y ha sido encontrado» Lc 15,24.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
Lectura del santo evangelio según san Lucas 15,1-3.11-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. El padre les repartió los bienes. Pocos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, partió a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces a servir a casa de un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; pero nadie le daba de comer. Entonces recapacitó y se dijo: “¡Cuántos trabajadores, en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre! Ahora mismo me pondré en camino e iré a la casa de mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como uno de tus trabajadores”.
Se levantó y partió adonde estaba su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y corrió a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. El hijo empezó a decirle: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Saquen enseguida el mejor traje y vístanlo; póngale un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido, y ha sido encontrado”. Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver, se acercaba a la casa, oyó la música y el baile y, llamando a uno de los mozos, le preguntó que pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba convencerlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con prostitutas, haces matar para él el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (San Ambrosio).
El evangelio de Lucas nos sitúa en el contexto de la predicación de Jesús en Judea y Galilea, donde su mensaje de misericordia desafiaba las estructuras religiosas y sociales de su tiempo. En la cultura judía del siglo I, la familia tenía un papel central. La herencia se dividía entre los hijos, y el mayor recibía una porción mayor. Que un hijo pidiera su parte de la herencia en vida era una afrenta grave, casi como desear la muerte del padre. Esto significaba un acto de desprecio y una ruptura con la comunidad familiar.
Los fariseos y escribas, guardianes estrictos de la Ley, se escandalizaban al ver a Jesús compartir con publicanos y pecadores. Ellos concebían a Dios como juez, no como un Padre que acoge al pecador. En este contexto, Jesús narra la parábola del hijo pródigo, un relato que desborda la lógica humana y nos introduce en la insondable misericordia divina, en la fiesta del perdón, en la fiesta de la divina misericordia.
- Meditación
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
«Les digo que habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesiten arrepentirse», dice el Señor.
La parábola del hijo pródigo es la historia de toda alma que se aleja de Dios en busca de una felicidad efímera, que malgasta los dones recibidos y que, al tocar fondo, reconoce la necesidad del Padre. Es también la historia de un Dios que no se cansa de esperar y que, lejos de castigar, corre al encuentro de su hijo perdido.
El hijo menor, seducido por la falsa promesa de independencia, se aleja del hogar y termina envuelto en miseria. Su caída simboliza la degradación del pecado: una existencia vacía, esclavizada por lo que creía que le daría felicidad. Solo cuando llega a lo más bajo reconoce su error y decide volver.
Pero la escena más conmovedora no es su retorno, sino la actitud del Padre. No lo espera con reproches, sino con los brazos abiertos. Corre a su encuentro, lo abraza y lo restituye a su dignidad con un anillo y un banquete. Este es el Dios que Jesús nos revela: un Padre que no mide nuestra culpa, sino su amor. El hijo mayor representa a los fariseos, y también a quienes viven su fe con dureza, midiendo la justicia de Dios con parámetros humanos. Su resentimiento es el de quienes creen que la salvación debe ser merecida y no concedida por gracia.
Esta Cuaresma, el Evangelio nos pregunta: ¿En qué hijo nos reconocemos? ¿Somos los que nos alejamos y necesitamos volver? ¿O somos los que, aun estando en la casa del Padre, vivimos sin experimentar su amor?
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
Señor, Dios nuestro, que, por medio de los sacramentos, nos permites, ya en la tierra, participar de los bienes del cielo, dirígenos tú mismo en esta vida, para que nos lleves hacia esa luz en la que habitas.
Gracias Padre eterno, bendito y alabado seas Señor, por tu infinito amor, ternura y misericordia. Que nunca nos separemos de tu amor, a pesar de nuestras limitaciones y caídas. Que seamos canales limpios para que tu misericordia y perdón fluya a través de nosotros hacia nuestro prójimo.
Señor, confiados en tu misericordia, acudimos a ti para reconciliarnos con tu amor y pedirte los dones de tu Santo Espíritu y, fortalecidos, salgamos victoriosos ante las tentaciones del maligno.
Amado Jesús, te suplicamos abras las puertas de tu Reino a los difuntos y protege a las almas de las personas agonizantes para que lleguen a contemplar tu rostro.
Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, refugio de los pecadores, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.
- Contemplación y acción
Contemplemos la imagen del Padre corriendo al encuentro del hijo. Miremos sus brazos extendidos, su mirada llena de compasión, su alegría desbordante. Esta es la Cuaresma: el tiempo de volver a casa, el tiempo de reconocer que Dios nos espera con una misericordia inagotable.
Hoy, Dios nos llama a abandonar el miedo, el orgullo y la autosuficiencia. Nos invita a entrar en la fiesta de su amor. Pero para ello, hay que dar el primer paso: reconocer nuestra necesidad de Él. Hoy, hagamos un acto de reconciliación: pedir perdón a alguien, acerquémonos al sacramento de la confesión o perdonemos de corazón a quien me haya herido.
Hermanos: contemplemos a Dios con una homilía de Pseudo-Macario:
«Vayamos a Él -la puerta espiritual- y llamemos para que nos abra, pidámosle el pan de vida, digámosle: “Dame, Señor, la vestidura luminosa de salvación para que oculte la vergüenza de mi alma, porque estoy desnudo de la potencia de tu Espíritu, estoy deforme por las pasiones vergonzosas”. Y si te dice: “Tienes una vestidura, ¿qué has hecho de ella?”, respóndele diciendo: “Caí en manos de ladrones y, despojándome, me dejaron medio muerto, y desnudándome, me la quitaron. Dame sandalias espirituales porque mis pies espirituales están atravesados por las espinas y cardos…
Da la vista a mi corazón para que vuelva a ver; abre los ojos de mi corazón, porque los enemigos invisibles me cegaron, cubriéndome con un velo de tinieblas, y no puedo ver tu celestial y deseado rostro. Dame un oído espiritual porque me he quedado sordo en la inteligencia y no puedo oír tu conversación dulce y agradable. Dame el óleo de alegría y el vino del gozo espiritual para que lo aplique en mis heridas y pueda ser aliviado. Cúrame y sáname, porque mis enemigos, terribles ladrones, me han dejado tendido medio muerto”.
Bienaventurada el alma que suplica siempre incansable, perseverante y fielmente como pobre y herida, porque recibirá lo que pide y conseguirá el remedio eterno y será vengada de sus enemigos, las pasiones del pecado».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.
Oración final
Gracias Señor Jesús porque tu Palabra nos conduce por caminos de paz, amor y santidad.
Espíritu Santo ilumínanos para que la Palabra se convierta en acción. Dios glorioso, escucha nuestra oración, bendito seas por los siglos de los siglos.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Amén.