LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE LA SEMANA XX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

«Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» Lc 12,49.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Piensan ustedes que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«“Yo he venido a prender fuego sobre la tierra”, dice el Señor. ¿Qué otro fuego sino el de la fe, el de la gracia, el de la caridad? Este fuego ilumina a los que creen y quema a los que rechazan la verdad. El Señor desea que este fuego se encienda pronto, para que el corazón de los hombres, ardiendo de amor divino, ya no se deje enfriar por el pecado» (San Ambrosio de Milán).

Jesús pronuncia este evangelio en el camino hacia Jerusalén, donde sabe que le espera la cruz. Se encuentra enseñando a sus discípulos en un ambiente de creciente tensión: el rechazo de las autoridades religiosas se hace más evidente, y las multitudes comienzan a dividirse entre los que lo siguen y los que lo rechazan.

En el contexto religioso judío, se esperaba un Mesías que trajera paz, pero entendida como seguridad política y liberación de Roma. Culturalmente, el fuego evocaba imágenes de purificación, juicio y presencia divina (cf. Ex 3,2; Mal 3,2-3). Mientras que, en la predicación profética, el fuego era signo de la acción purificadora y transformadora de Dios (cf. Jer 23,29).

Socialmente, Palestina estaba marcada por una estructura familiar patriarcal donde la unidad interna era esencial; cualquier división familiar se consideraba una desgracia. Por eso, las palabras de Jesús —que anuncia que su mensaje provocará división incluso entre familiares— son profundamente disruptivas. Mientras tanto, el dominio romano se sostenía sobre un frágil equilibrio y cualquier movimiento que causara divisiones internas en el pueblo era visto como potencialmente subversivo. Jesús, sin embargo, no teme proclamar que su misión generará crisis: no es la paz cómoda del statu quo, sino la paz que nace de la verdad, aunque antes haya que atravesar el fuego de la conversión.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

«Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!». Este fuego no es destrucción ciega; es el fuego del Espíritu Santo que purifica, ilumina y transforma (cf. Hch 2,3-4). Jesús desea un mundo encendido por el amor de Dios, pero sabe que este fuego quema todo lo que es incompatible con ese amor: el pecado, la mentira, la tibieza.

El mayor rechazo a la fe cristiana opera a través de la promoción de modos de pensar y conductas que atentan contra los preceptos cristianos; por ejemplo, la ideología de género, la promoción del aborto y la eutanasia, el machismo, el feminismo, los actos de corrupción y otros comportamientos nocivos. Pese a ello, el Señor nos ama a cada uno con un amor personal e individual, como si fuéramos el único destinatario de su caridad. Nunca ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera cuando hemos sido o somos ingratos o cuando pecamos. El Señor nos ama sin medida.

El bautismo, que aún debe recibir Nuestro Señor Jesucristo, es la Pasión: un sumergirse en el mar del sufrimiento y la muerte para que de su costado brote la vida nueva (cf. Lc 12,50; Mc 10,38). La división que menciona no es el fin último, sino la consecuencia de su verdad: el Evangelio es una espada (cf. Mt 10,34) que corta entre la luz y las tinieblas, que obliga a tomar posición.

Seguir a Cristo puede costarnos relaciones, comodidades, seguridades. El fuego del Evangelio no permite medias tintas: nos invita a amar más que a nosotros mismos, a dejar que el Espíritu consuma en nosotros todo lo que no es de Dios.

La pregunta es directa: ¿dejo que ese fuego me purifique? ¿O prefiero una fe tibia, sin riesgo, sin cruz? Quien ha sido tocado por este fuego, como Jeremías (cf. Jer 20,9), ya no puede callar, aunque eso provoque incomprensiones o divisiones.

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Oh, Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones, para que, amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar las promesas, que superan todo deseo.

Padre eterno: te alabamos y bendecimos, y te pedimos por el papa León XIV, los obispos, sacerdotes y consagrados, para que, cargando la cruz de su servicio con amor, nos estimulen a permanecer firmes en el seguimiento a Nuestro Señor Jesucristo, en medio de las alegrías, tristezas y contrariedades de cada día.

Amado Jesús, manso y humilde de corazón, tú que conoces nuestras debilidades, te suplicamos que hagas nuestros corazones semejantes al tuyo. Haz que sintamos en nuestros corazones el fuego de tu amor.

Espíritu Santo: te pedimos que inspires siempre nuestros pensamientos, palabras y acciones para dar testimonio de Nuestro Señor Jesucristo, especialmente, cuando nos encontremos en medio de los conflictos y tribulaciones.

Amado Jesús, ten compasión de las almas benditas del purgatorio y muéstrales la hermosura de tu bondad y misericordia. Te lo suplicamos Señor.

Madre Santísima, Madre del Amor sin límites, Reina de la Paz, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

Cierra los ojos y contempla: Cristo de pie, con los ojos encendidos, pronuncia palabras que son fuego. No es el fuego que destruye, sino el que limpia y enciende. Ese fuego arde en su corazón desde la eternidad y busca prender en el tuyo. Hoy te dice: “No te conformes con brasas apagadas; deja que mi amor te consuma”.

Te propongo lo siguiente para vivir este Evangelio: examina qué áreas de tu vida necesitan el fuego purificador de Cristo: un pecado, una tibieza, una cobardía. Ora cada día pidiendo al Espíritu Santo que te inflame con celo misionero. No temas defender la verdad celestial, incluso si eso provoca incomodidad en tu entorno. Vive de forma que tu fe sea visible, cálida y luminosa para otros.

Deja que el fuego de Cristo arda en ti. Que consuma lo que sobra y multiplique la luz que el mundo necesita. Ese fuego, si lo dejas arder, será tu fuerza y tu alegría.

Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con uno de los escritos de San Silvano del Monte Athos:

«¡Oh, humildad de Cristo, te he conocido, pero no te puedo alcanzar! Tus frutos son dulces y sabrosos porque no son de este mundo. El Señor ha venido al mundo para traernos el fuego de su gracia por el Espíritu Santo. El humilde posee este fuego y el Señor le concede esta gracia. En cambio, en un alma desanimada y envilecida no puede prender este fuego. Los cielos se admiran de los misterios de la encarnación. ¡El creador de todo ha descendido a la tierra para rescatar a los pecadores! A menudo, el orgullo y la vanidad impiden al alma encontrar el camino de la fe. He aquí un consejo para el que duda y no cree. Que rece así: “Señor Dios, … ¡ilumíname!”.

Solamente por este humilde deseo y por la prontitud en su servicio, el Señor lo iluminará y sentirá en su alma la presencia de Dios. Su alma sabrá que Dios le perdona y que lo ama. El que se mantiene fiel a la oración será iluminado por el Señor».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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