SAN GREGORIO MAGNO, PAPA Y DOCTOR DE LA IGLESIA
«Es necesario que proclame el Reino de Dios también en los otros pueblos, para esto he sido enviado» Lc 4,43.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
Lectura del santo evangelio según san Lucas 4,38-44
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta, y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, la fiebre desapareció; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban: «¡Tú eres el hijo de Dios!». Los increpaba y no los dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. Y al amanecer, salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando, y llegando donde estaba intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el Reino de Dios también en los otros pueblos, para esto he sido enviado». Y predicaba en las sinagogas de Judea.
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«San Gregorio Magno, a pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy» (Benedicto XVI).
Hoy celebramos a San Gregorio Magno, doctor de la Iglesia. Nació en Roma en el año 540. Estudió derecho y retórica. A los 34 años fue nombrado magistrado principal de Roma. Después de la muerte de su padre y atraído por la vida monástica, se hizo monje a los 38 años y a los 50 años fue papa.
San Gregorio Magno era un hombre de Dios, siempre estaba atento a las necesidades del prójimo. En tiempos difíciles, fue portador de paz y esperanza. Su vida y obra es una muestra de que Nuestro Señor Jesucristo es la verdadera fuente de la paz.
El texto de hoy forma parte de la larga jornada que tuvo Jesús en Cafarnaún ubicada entre los versículos 31 al 44. Esta jornada se inició en la mañana, en la sinagoga, y concluye la mañana siguiente cuando Jesús se dirige a anunciar la Buena Nueva a otros pueblos. Hoy meditamos los versículos 38 al 44.
Cafarnaúm respira sal y viento. Es una aldea de pescadores, de casas de basalto pegadas a la orilla del mar de Galilea bajo la tetrarquía de Herodes Antipas. El sábado termina cuando el sol besa el agua: entonces la ciudad despierta para caminar sin infringir la ley, y las calles se vuelven romería de enfermos. La sinagoga —centro de oración, debate y vida— marca el pulso social; allí ha enseñado Jesús “con autoridad” (Lc 4,31-32). De la sinagoga a la humilde casa de Simón hay apenas unos pasos: una arquitectura de patio, esteras en el suelo, el calor pegado a la piedra; allí yace con “gran fiebre” la suegra de Pedro. Lucas, médico, subraya la gravedad (Lc 4,38): la fiebre podía ser sentencia. En ese marco, Jesús «inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre…; ella… se puso a servirles» (Lc 4,39): gesto litúrgico y doméstico a la vez. «Al ponerse el sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, se los llevaban» (Lc 4,40); Él impone las manos uno por uno: compasión personalizada. De madrugada, el Nazareno busca el desierto: oración y misión se abrazan (cf. Mc 1,35). «Es necesario que proclame el Reino de Dios también en los otros pueblos» (Lc 4,43): la misericordia no conoce fronteras.
- Meditación
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
El Evangelio desarma: Jesús reprende la fiebre como antes había reprendido al demonio (Lc 4,35.39) y como más tarde calmará la tormenta (Lc 8,24). Su Palabra doma lo visible y lo invisible. No sólo cura: restaura. Por eso la mujer, sanada, sirve de inmediato: la salud verdadera desemboca en caridad (cf. Jn 13,14-15).
Mateo ve en esta tarde de Cafarnaúm el cumplimiento de Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó nuestras enfermedades» (Mt 8,17; Is 53,4). Marcos añade un detalle íntimo: «la tomó de la mano» (Mc 1,31). El Hijo toca y al tocar, crea; como cuando «extendió la mano” al leproso (Mc 1,41) o a la niña: «Talitá kum» (Mc 5,41). La fiebre, dicen los Padres, figura de los ardores desordenados; Cristo la reprende.
He aquí nuestro examen: ¿qué hago cuando Jesús me levanta? ¿Vuelvo al sillón del yo, o me alzo al diaconado cotidiano? La suegra de Pedro no pronuncia discursos: prepara la mesa. En un mundo que idolatra la eficiencia, el Maestro nos lleva al desierto de la oración (Lc 4,42) para encendernos en un fuego distinto: «he venido a prender fuego en la tierra» (Lc 12,49), el del Reino que debe llegar a «otros pueblos» (Lc 4,43). Discípulo es el que, tocado por Cristo, pasa de fiebre a servir, de ruido a misión, de casa cerrada a puerta abierta.
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
Oh, Dios, que cuidas a tu pueblo con misericordia y lo gobiernas con amor, por la intercesión del Papa san Gregorio concede el espíritu de sabiduría a quienes encomendaste la conducción de tu rebaño, y haz que la santidad de los fieles sea el gozo eterno de sus pastores.
Espíritu Santo, que tu santa luz ilumine nuestros corazones para ser sensibles al llamado que Nuestro Señor Jesucristo nos hace a través de sus enseñanzas.
Amado Jesús, por tu infinita misericordia, libera a las benditas almas del purgatorio y recíbelas en el Reino; y a las personas agonizantes, concédeles el perdón y la paz para que lleguen directamente al cielo.
Madre Santísima, Reina de los ángeles, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.
- Contemplación y acción
Contempla: el Maestro está de pie junto a tu cama. No hay reproche en su mirada, sólo una autoridad mansa que enfría la fiebre. Siente su mano: firme, humana, divina. Deja que su silencio te cure más que mil palabras. Su aliento es brisa de Galilea; su cercanía, un hogar. Permanece así unos minutos: respirando su Nombre, dejando que su paz te envuelva.
Y levántate con decisiones sobrias, por ejemplo: intercede por un enfermo concreto; di su nombre ante el Señor (Lc 4,38). Regálate 10 minutos de oración silenciosa al amanecer o anochecer (Lc 4,42). Después de cada Eucaristía o consuelo recibido, realiza un servicio inmediato: una comida, una llamada, un perdón (Lc 4,39). Combate tu “fiebre dominante” con un ayuno pequeño y constante (Sab 16,12). Y lleva a otro la Buena Noticia: comparte un versículo y un gesto (Lc 4,43).
Vuelve a mirar a Cristo: Él no te cura para la comodidad, sino para la comunión. Tu casa puede volverse puerto para muchos al atardecer. Deja que su mano te alce cada día; y que tu respuesta sea siempre la misma: servir.
Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con una oración de Antonio Danoz:
«Combinabas, Señor Jesús, con maravillosa armonía, la oración en comunidad, el amor generoso al enfermo, al tullido, al excluido, al que sufre opresión de los malos espíritus. Libraste de la fiebre a la suegra de Simón, el bravo pescador de Galilea. Como buena discípula, se puso a servirles la mesa.
Cuando la tarde caía y finalizaba el reposo que la ley imponía, con generoso empeño te pusiste a sanar; a imponer tus manos poderosas, que ponían en pie al tullido, renovaban la carne al leproso, la volvían tan tierna y tan hermosa como un niño recién nacido … Tus obras pregonaban ante aquéllos que te seguían la confesión de fe más clamorosa: “¡Tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Mesías!”.
Enséñanos, divino orante, a orar como conviene, en comunión con los hermanos; al comenzar el día, al concluir la jornada, después de servir a los pobres, fortalecer a los más débiles y sanar sus heridas del cuerpo y del espíritu.
Como buenos discípulos, recorreremos campos y ciudades, anunciando con gozo y valentía la Buena Noticia del reino. Enséñanos, Señor Jesús, a orar, a sanar, a servir, a proclamar la Palabra de vida, sin dejarnos vencer por la fatiga».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.