BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA DE LOS DOLORES
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» Jn 19,26-27.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
Lectura del santo evangelio según san Juan 19,25-27
En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y, desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«Recibiste entonces la palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: “No temas, María” (Lc 1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis!» (Benedicto XVI).
La devoción a la Virgen de los Dolores data de los primeros años del segundo milenio. Sixto IV incluyó en el misal romano, en 1423, la memoria de Nuestra Señora de la Piedad. Posteriormente se fue desarrollando en la forma de los Siete Dolores, que representan a las siete espadas que traspasaron el corazón de Nuestra Santísima Madre. El papa Pío X señaló su celebración el 15 de septiembre.
Estamos en Gólgota, en las afueras de Jerusalén, en un cruce de caminos donde Roma escenifica su dominio con el patíbulo. Tres lenguas —hebreo, griego y latín— coronan la cruz (Jn 19,20): toda cultura es interpelada por el Crucificado. La Pascua acerca peregrinos; la ciudad tiembla de ritos y rumores. La Ley recuerda la pureza; los sumos sacerdotes velan por el orden sagrado; Pilato preserva la razón de Estado. En ese teatro político-religioso, san Juan enmarca una escena doméstica que funda la Iglesia: junto a la cruz, María, la hermana de su madre, María de Cleofás, María Magdalena, y el discípulo amado (Jn 19,25-26).
El discípulo representa a todos los llamados a una intimidad obediente; María aparece “de pie”: palabra de liturgia y de combate, signo de la fe que no se rinde (cf. Lc 2,35). La cultura del honor y deshonor mide reputaciones; pero el honor de Dios se revela en la entrega (Flp 2,6-8). En la tradición de Israel, la Mujer evoca a Sion y a la Sabiduría (Pr 8), anticipada en Caná (Jn 2,1-11), ahora consumada al pie de la Cruz.
La familia queda reconfigurada: no por sangre, sino por palabra y gracia. En el filo de la historia, Jesús pronuncia un testamento: «Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). El madero imperial se vuelve casa; el patíbulo, hogar; la derrota, nacimiento (cf. Jn 16,21).
- Meditación
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
Juan nos muestra dos títulos: Mujer y Madre. Mujer remite a Caná (Jn 2,4) y al designio primero (Gn 3,15): en la hora de Jesús, la antigua enemistad es vencida por la obediencia. Madre inaugura una maternidad nueva: no poseer, sino entregar; no retener, sino engendrar en la fe (Gál 4,4.26-27). El discípulo amado no es sólo Juan: es todo bautizado llamado a recibir a María «el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,27). Desde entonces, la Iglesia aprende a vivir bajo dos miradas: la del Hijo que salva y la de la Madre que intercede (Hch 1,14).
«Una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35): Simeón había profetizado el dolor como transparencia de la Verdad. En la cruz, María cree sin comprender, ama sin condiciones, espera sin garantías (Heb 5,7-9). Así nos enseña la forma del amor cristiano: permanecer de pie cuando todo cae, y convertir la herida en hospitalidad. Otros ecos neotestamentarios iluminan la escena: el nuevo Adán entrega el Espíritu (Jn 19,30), de su costado nace la Esposa (Jn 19,34; Ef 5,25-32), y la Mujer se hace signo para los pueblos (Ap 12).
Cuando el mundo reduce la fe a sentimiento frágil o ideología ruidosa, María nos enseña la sobriedad fuerte. De pie ante la enfermedad, las rupturas, las noches del espíritu; de pie para recibir y cuidar a los que el Crucificado nos confía: familia, pobres, heridos. Y de pie para hacer de nuestras casas un Cenáculo donde la Palabra engendre obediencia. Como el discípulo, llévala a lo tuyo: ella no ocupa, ensancha tu alma.
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
Oh, Dios, junto a tu Hijo elevado en la cruz quisiste que estuviese la Madre dolorosa; concede a tu Iglesia, que, asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar en su resurrección.
Amado Jesús, haz que seamos capaces de conservar celosamente en nosotros el inmenso don que nos otorgaste: tu Santa Madre, y encontrar en ella la ayuda y el ejemplo para imitarla en la escucha y en la fidelidad a tu Palabra.
Amado Señor Jesús, a quien toda lengua proclamará: Señor para gloria de Dios Padre, recibe en tu reino, por tu inmensa misericordia, a nuestros hermanos difuntos.
Madre Santísima, fundamento firme de la Iglesia desde sus primeros tiempos y hasta la eternidad; María, Inmaculada, Madre de la Divina Gracia, Estrella de la Evangelización, ruega por nosotros.
- Contemplación y acción
Mira la escena: tres clavos sostienen al Amor; dos palabras levantan a la Iglesia. Deja que el viento del Calvario te nombre hijo y te regale una madre. Permanece callado; respira la obediencia de María; adora al Cordero que te confía lo que más ama.
Te propongo lo siguiente: Recibir a María: reza cada amanecer «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27) y consagra tu jornada; lleva una intención concreta de alguien sufriente. Identifica a la persona que hoy el Crucificado te confía (familiar, vecino, hermano herido) y realiza un gesto: visita, escucha, ayuda económica o tiempo disponible (Mt 25,35-40). Permanece de pie: ante una contradicción o dolor, evita la queja y pronuncia un fiat breve: «Que se haga en mí tu palabra» (Lc 1,38); ofrece ese acto por la unidad de tu familia y de la Iglesia (Jn 17,21). Una noche, apaga pantallas por 30 minutos, proclama Jn 19,25-27, guarda 5 minutos de silencio y termina con el Ave María por los enfermos (Hch 1,14).
Quédate así, en pie, con María: no para negar el dolor, sino para atravesarlo con el Amor. La cruz no es punto final: es umbral.
Contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con un texto de Máximo el confesor, en su libro Vida de María:
«Llega la hora del dolor más grave, cuando fue levantada la cruz para clavar en ella al Rey de los ángeles. El Creador de todas las cosas, el Señor y dueño de las realidades visibles e invisibles, ha sido crucificado. ¿Cómo pudo sostener la tierra todo esto sin quedar destruida? ¿Cómo pudo contemplar el cielo este espectáculo sin estremecerse?
El que está sentado en el trono de los querubines y es glorificado por los serafines, aquel en cuyas manos están los cielos de los cielos, está colgado en el madero por obra de unos malhechores. El que reina con el Padre y el Espíritu Santo ha sido colgado de una manera innoble de una cruz. Aquel a quien la luz envuelve como un manto ha sido clavado desnudo en una cruz.
Sobre la túnica, tejida por las manos de la santa e inmaculada Virgen Madre, echaron suertes los que le mataron. Con los clavos traspasaron aquellas manos que crearon todas las cosas y rigen el cielo y la tierra. ¡Oh bondad del Rey! ¡Oh inconmensurable misericordia! ¿Quién podrá narrar el poder del Señor? ¿Quién estará en condiciones de cantar su alabanza?
En aquella hora, Madre Santísima, Madre del Señor, penetró en tu corazón aquella espada que Simeón te había predicho. En aquella hora se hundieron en tu corazón los clavos que perforaron las manos del Señor. Estos sufrimientos te aplastaron más a ti que a tu Hijo, más fuerte que a cualquier otro, porque él sufría voluntariamente y había predicho todo lo que le habría de pasar y lo había deseado según la medida de su omnipotencia: en efecto, quería entregar su vida y su poder para después recuperarlos de nuevo, tal como nos cuenta el Evangelio, pero tú sufrías de un modo incomparable».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.