LECTIO DIVINA DEL JUEVES DE LA SEMANA XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

«Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» Lc 12,49.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Piensan ustedes que he venido a traer paz a la tierra? ¡No, sino división! Desde ahora, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y a nuera contra la suegra».

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«No es un fuego que destruya los bienes, sino ése que hace germinar la buena voluntad y enriquece los vasos de oro de la Casa del Señor… Ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, suscitados por los placeres mundanos, los cuales deben perecer como obra de la carne… El fuego del Señor es una luz eterna y con ese fuego es con el que se encienden las lámparas de los que esperan la llegada del Señor… Es el fuego que ilumina lo íntimo del corazón… Con ese fuego nos infunde la devoción, consuma en nosotros la perfección… Con su presencia arroja luz sobre los misterios» (San Ambrosio).

En el texto de hoy, Jesús utiliza imágenes poderosas para transmitir su mensaje. Habla de un “fuego” que quiere encender, un fuego que simboliza el Espíritu Santo y la purificación que él trae al mundo. Además, menciona un “bautismo” con el cual debe ser bautizado, refiriéndose a su pasión y muerte. Este lenguaje intenso refleja la naturaleza divisiva de su mensaje. La llegada del Reino de Dios implica una elección, una decisión radical que muchas veces causa tensiones y divisiones incluso en los ámbitos más íntimos, como la familia. Estas divisiones no son el deseo de Jesús, sino la consecuencia inevitable de optar por él y su mensaje. La opción por Jesús no admite neutralidad, necesariamente provoca división porque implica amarlo incondicionalmente. Es la opción que define al cristiano.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

«Yo he venido a prender fuego sobre la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49). Ese fuego no es violencia: es el Espíritu Santo, Amor que ilumina y consume la escoria (cf. Hch 2,3; Rom 5,5). Jesús confiesa su bautismo pendiente —la Pasión— que hará estallar ese incendio: de su costado nace la Iglesia (Jn 19,34), y en Pentecostés arde la misión. El mismo amor que consuela divide: separa lo verdadero de lo falso, lo absoluto de lo útil, lo eterno de lo efímero (cf. Heb 4,12). Cristo no provoca rencores domésticos; revela que ninguna lealtad —ni siquiera familiar— puede anteponerse al Reino (cf. Mt 10,34-37).

San Agustín enseñaba que la caridad es «ordenar el amor»: ordenar los amores para que Dios sea Dios y todo lo demás encuentre su lugar. Benedicto XVI dirá que la esperanza cristiana no anestesia; nos introduce en la responsabilidad de la verdad y del bien (Spe salvi). Por eso el Evangelio hiere dulcemente nuestras medias tintas: rompe pactos secretos con la comodidad, desnuda las ideologías que llaman “paz” a la indiferencia.

Otros textos resuenan: «Bienaventurados los limpios de corazón» (Mt 5,8), porque ven y deciden; «no amen al mundo» cuando se opone a Dios (1 Jn 2,15-17); «No se conformen a este mundo» (Rom 12,2). El fuego del Señor pasa por la prueba: «como el oro en el crisol» (Sab 3,6). ¿Me dejo quemar por la verdad del Evangelio en mis afectos, mi trabajo, mis opciones cívicas? Ésa es la división que salva: cortar con lo que impide amar más y mejor.

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Padre eterno, haz que, llenos de entusiasmo, vivamos con fraternidad y solidaridad, mostrando a todos el camino de la salvación que Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, nos enseña.

Amado Jesús, manso y humilde de corazón, tú que conoces nuestras debilidades, te suplicamos que hagas nuestros corazones semejantes al tuyo. Haz que sintamos en nuestros corazones el fuego de tu amor divino y transformador.

Espíritu Santo: te pedimos que inspires siempre nuestros pensamientos, palabras y acciones, para dar testimonio de Nuestro Señor Jesucristo, especialmente, cuando nos encontremos en medio de los conflictos y tribulaciones.

Amado Jesús, misericordioso Salvador, concede la luz de tu amor y salvación a todas las personas agonizantes y lleva al banquete celestial a todos los difuntos, en especial, a aquellos que partieron en un momento de falta de lucidez espiritual.

Madre Santísima, Esposa del Espíritu Santo, Madre de la Divina Gracia, ayúdanos en nuestra lucha contra el mal e intercede ante tu Hijo amado por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

Silencio. Deja que una chispa de su Palabra caiga en tu pecho: «¡Ojalá ya estuviera ardiendo…!» (Lc 12,49). El deseo de Cristo te mira. Contempla ese fuego: no arrasa, transfigura. Mira tus amores —familia, trabajo, prestigio, causas— y preséntalos como leña. Pide: “Señor, ordena Tú mis amores” (cf. San Agustín). Siente la pequeña persecución interior cuando la verdad hiere la comodidad: no la apagues; es gracia.

Te propongo lo siguiente para hoy: Una renuncia lúcida: identifica un hábito, consumo o vínculo que enfría tu vida espiritual y corta con él durante una semana (Rom 13,12-14). Un paso de verdad: di una verdad necesaria con caridad —a un hijo, un compañero, a ti mismo—; prepara la palabra en oración (Ef 4,15). Un gesto de reconciliación: si el Evangelio te separó de alguien por fidelidad a Cristo, reza por esa persona y ofrécele un bien silencioso (Mt 5,44).

Permanece con la mirada fija en Jesús, «autor y consumador de la fe» (Heb 12,2). La división que Él trae no es rencor: es cirugía de amor. Cuando duela, recuerda: el Resucitado no apaga la mecha vacilante (Is 42,3); la aviva hasta hacer de ti luz para otros.

Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con un escrito de Pedro de Blois:

«Cristo, que recibió el Espíritu sin medida, dio dones a los hombres y no cesa de repartirlos. De su plenitud todos hemos recibido y nada se libra de su calor. Tiene una hoguera en Sión, un horno en Jerusalén. Este es el fuego que Cristo ha venido a prender en el mundo. Por eso también se apareció en lenguas de fuego sobre los apóstoles, para que una ley de fuego fuera predicada por lenguas de fuego. De este fuego dice Jeremías: “Desde el cielo ha lanzado un fuego que se me ha metido en los huesos”. Porque en Cristo el Espíritu Santo habitó plena y corporalmente. Y es él quien derramó de su Espíritu sobre todos: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y añade: Hay diversidad de dones, hay diversidad de servicios y hay diversidad de funciones, pero un mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular como a él le parece.

En función de esta diversidad de carismas el Espíritu es designado a veces como fuego, otras como óleo, como vino o como agua. Es fuego porque siempre inflama en el amor, y porque una vez que prende no deja de arder, esto es, de amar ardientemente. Dice: “He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. El Espíritu Santo es óleo en razón de sus diversas propiedades. Es connatural al aceite flotar sobre todos los demás líquidos. Así también la gracia del Espíritu Santo, que con su amor generoso desborda los méritos y deseos de los que le suplican, es más excelente que todos los dones y que todos los bienes. El aceite es medicinal, porque mitiga los dolores; y también el Espíritu Santo es verdaderamente óleo, porque es el Consolador. El aceite por naturaleza no puede mezclarse; y el Espíritu Santo es una fuente con la que ninguna otra puede entrar en comunión.

Tenemos, pues, que el Espíritu Santo es designado unas veces como fuego y otras como óleo. En efecto, dos veces les fue dado el Espíritu a los apóstoles: la primera antes de la pasión, y la segunda después de la resurrección. Observa lo grande que es en ellos la fuente del ardor: no basta con verter aceite, hay que calentarlo; no basta con acercar el fuego, hay que rociar el fuego con aceite. Inflamados por este fuego los discípulos, salieron del consejo contentos, gloriándose en las tribulaciones. El lenguaje del príncipe de los apóstoles era éste: Dichosos vosotros, si tenéis que sufrir por Cristo. Se os ha dado —dice— la gracia no sólo de creer en Jesucristo, sino también de padecer por él.

El Espíritu Santo es vino que alegra el corazón del hombre. Este vino no se echa en odres viejos. El Espíritu Santo es agua: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. El Espíritu Santo es más dulce que la miel: oremos, pues, con espíritu de humildad al Espíritu Santo para que derrame sobre nuestros corazones el rocío de su bendición, la llovizna de sus dones espirituales y una lluvia copiosa para lavar nuestras conciencias. Que Jesucristo infunda el aceite de júbilo y el incendio de su amor en nuestros corazones, a quien el Padre ungió, en quien depositó la plenitud de la unción y de la bendición, para que todos recibiéramos de su plenitud. A él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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