LECTIO DIVINA DEL DOMINGO DE LA SEMANA XXX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

«¡Oh, Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador» Lc 18,13.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según san Lucas 18,9-14

En aquel tiempo, para algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh, Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh, Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador». Les digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«No alcanza con tener una plena confianza en la benevolencia del Padre y ser perseverantes en la petición sin cansarse, sino que hay otra característica determinante para rezar de modo que agrade a Dios y que pueda de verdad cambiar el corazón: la humildad» (Papa Francisco).

El pasaje evangélico de hoy, la parábola del fariseo y el publicano se encuentra después de la parábola del juez y la viuda, que meditamos el domingo pasado; en ellas, el tema transversal es la oración sin desfallecer.

Las actitudes que las personas asumen al momento de hacer oración pueden situarse en un continuum que va desde la soberbia hasta la humildad; en estos dos extremos se sitúan el fariseo y el publicano, respectivamente.

El fariseo se dirige a Dios en forma arrogante, juzgando y despreciando al publicano, contraviniendo los mandamientos del amor de Dios. En cambio, el publicano o cobrador de impuestos asume con una actitud humilde su condición de pecador, entregándose dócilmente a la misericordia de Dios con la oración del corazón: «¡Oh, Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador».

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

La oración del fariseo es exacta y, sin embargo, estéril: habla de Dios, pero se contempla a sí mismo. No pide; se presenta. En su espejo pulcro, los otros aparecen deformes. El publicano, en cambio, mira a Dios y se olvida de sí: no se excusa, no acusa, solo implora. Y la sentencia de Jesús pesa como una enorme campana: «éste bajó a su casa justificado» (Lc 18,14).

La justificación—don y no salario (Rom 3,23-24; Ef 2,8-9)—nace donde el corazón se abre a la misericordia (Sal 51,19). La humildad no es autodesprecio, es verdad habitada por Dios: «A quien es humilde y humilde de espíritu, yo lo reanimo» (Is 57,15). La parábola desenmascara dos idolatrías: la del yo meritocrático y la de la desesperación. Al primero, Jesús le recuerda: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Al segundo, le ofrece la audacia del ladrón: «Acuérdate de mí…» (Lc 23,42). San Pablo lo vivió en su carne: «considero todo pérdida… para ganar a Cristo y ser hallado en él… no con mi propia justicia» (Flp 3,7-9). Y Santiago añade: «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (St 4,6; cf. 1 Pe 5,5). Benedicto XVI insistía: la fe acontece como encuentro con el Amor que nos precede y nos justifica, y ese encuentro nos libra del narcisismo religioso para hacernos testigos humildes de la Gracia. ¿Cómo oramos? ¿Para convencer a Dios de lo buenos que somos o para dejarnos convencer por su bondad? La conversión es pasar del «te doy gracias porque…» al «ten compasión de mí…», y permanecer ahí hasta que su misericordia nos rehaga el corazón.

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Hermanos en Cristo Jesús, digamos como en el salmo 50: «Misericordia Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado».

Santísima Trinidad, tres personas, un solo Dios, te pedimos que alejes de nosotros toda tentación de considerarnos más justos y superiores que nuestro prójimo y concédenos la gracia de presentarnos ante tu presencia con una actitud orante, como la del publicano, reconociendo que somos pecadores, con la firme esperanza de vernos sumergidos en el mar de tu infinita misericordia.

Amado Jesús, dígnate agregar a los difuntos al número de tus escogidos, en especial, a aquellos que más necesitan de tu infinita misericordia.

Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

Calla todo ruido e inclina el corazón. Mira: el Hijo, de pie a tu lado, ora en ti. No enumera méritos; muestra sus llagas (Jn 20,27). Allí se queman tus balances. Déjate mirar por Aquel que «se abaja para levantar» (Sal 113,6-7).

Te hago las siguientes propuestas que huelen a Evangelio: Rito breve de humildad: cada noche, tres golpes al pecho y el “Kyrie eleison” lento, dejando que la luz visite tus sombras (Sal 139,23-24). Ayuno de comparación: durante una semana, desterrar toda frase que empiece por “yo no soy como…”; sustituirla por una bendición silenciosa por la persona en cuestión (Rom 12,14). Confianza concreta: elegir un pecado recurrente y llevarlo a la Confesión; la absolución te devuelve a casa “justificado” (Jn 20,22-23). Desplazamiento de amor: un gesto oculto por quien te cuesta (Mt 6,3; 5,44).

Regresa al silencio y repite: «Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí». Deja que esa jaculatoria sea la respiración de tu alma. El orgullo es piedra; la misericordia, agua. El agua vence: gota a gota, atraviesa el corazón hasta convertirlo en vasija para Dios.

Hermanos: contemplemos a Dios con una homilía del papa Francisco:

«No alcanza con tener una plena confianza en la benevolencia del Padre y ser perseverantes en la petición sin cansarse, sino que hay otra característica determinante para rezar de modo que agrade a Dios y que pueda de verdad cambiar el corazón: la humildad.

Esta virtud es el pasaporte para ser admitidos en el Reino de Dios. La persona humilde reconoce que Dios es Dios y él nada. Reconoce que todo cuanto él tiene y hace de bueno es don de Dios, más que conquista suya. Se reconoce imperfecto, pero deseoso de recorrer el camino de un progresivo perfeccionamiento, obrado en él por la gracia, y sabe que, para alcanzar la meta, debe reconocer la propia debilidad, la incapacidad para superar los obstáculos que se le interpongan, obstáculos que están fuera de él y también en él. Por eso se dirige a Dios, expresando en su oración toda su pequeñez.

En el pasaje evangélico de hoy, el Señor nos enseña esto por medio de una de las parábolas más conocidas, la del fariseo y el publicano. Este texto, en realidad, debe considerarse más que una parábola: es una historia ejemplar y significativa para el cristiano.

El pasaje de Lucas juega no tanto con el contraste entre los pobres y sus opresores, como sobre la contraposición que existe entre sujetos de diverso relieve religioso y social: fariseos y publicanos. Los primeros eran una de las categorías más activas en tiempos de Jesús, muy estimada e influyente. Los publicanos eran recaudadores de impuestos, que por su servicio en favor de los romanos estaban mal vistos por el pueblo y considerados como pecadores públicos e incluso traidores a la patria…

El fariseo va al templo y se pone adelante, bien a la vista, y reza de tal manera que, más que un diálogo con Dios hace un soliloquio: él está convencido no solamente de estar en regla con las normas de la ley, sino que hace más de lo estrictamente necesario. En consecuencia, no tiene nada que pedir al Señor. Su oración no es más que una lista de méritos, que no adquiere ninguno delante de Dios: solamente subraya la arrogancia del que ora.

El comportamiento del publicano es de signo contrario y Jesús lo describe con evidente aprobación. Él también sube al templo, pero entra discretamente, se detiene a la distancia, como si no quisiera profanar el lugar con su presencia, puesto que es consciente de la propia situación de pecado. No se atreve ni a levantar los ojos al cielo, porque entiende que no tiene nada que presentar a Dios. Su humilde conducta y la súplica que dirige a Dios denotan un corazón lacerado por el dolor de haberlo ofendido, motivo por el cual implora el perdón divino. Es un perdón que sin duda Dios le da, puesto que Jesús asegura que el publicano “volvió a casa justificado, porque cualquiera que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado” (Lc 18,14).

Este es el significado completo de la parábola, cuya enseñanza define las condiciones que debe tener nuestra oración para que Dios la acepte y la escuche».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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