LECTIO DIVINA DEL JUEVES DE LA SEMANA XXX DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C

«Les digo que no me volverán a ver hasta que llegue el tiempo en que ustedes digan: “Bendito el que viene en nombre del Señor”» Lc 13,35.

Oración inicial

Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.

Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.

  1. Lectura

Lectura del santo evangelio según San Lucas 13,31-35

En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte». Él contestó: «Vayan a decirle a ese zorro: “Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; y al tercer día habré terminado”. Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas! Pero ustedes no han querido. Pues bien, miren, se van a quedar con su casa desierta. Les digo que no me volverán a ver hasta que llegue el tiempo en que ustedes digan: “Bendito el que viene en nombre del Señor”».

Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.

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«Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia» (Concilio Vaticano II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas “Nostra Aetate”).

En el pasaje evangélico de hoy, denominado “Lamentación por Jerusalén”, transcurre en el tramo decisivo del “camino” hacia Jerusalén (Lc 9,51–19,27). Jesús está en territorio de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea, el mismo que encarceló y mandó decapitar a Juan (Lc 3,19-20; Mc 6,17-29). Unos fariseos —quizá sinceramente preocupados, quizá buscando alejarlo del centro religioso— le advierten: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte» (Lc 13,31). Jesús responde con una dureza serena: «Vayan a decirle a ese zorro: “Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; y al tercer día habré terminado» (Lc 13,32). El “zorro” simboliza astucia depredadora y poder frágil. Frente a esa amenaza, Jesús se sabe enviado con una misión que no puede ser acallada: sanar, liberar, enseñar.

Geográfica y teológicamente, el centro es Jerusalén, «la ciudad que mata a los profetas» (Lc 13,33-34). Allí converge la historia de Israel y estalla el drama entre la fidelidad de Dios y la resistencia humana. Jesús contemplará la ciudad con lágrimas (Lc 19,41-44). Su lamento – «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas! Pero ustedes no han querido»— revela el corazón maternal de Dios (cf. Dt 32,11; Sal 91,4). Mientras tanto, el contexto social y político es tenso: dominación romana, facciones judías, temores mesiánicos. En ese torbellino, Jesús elige la mansedumbre fuerte: no huye, no golpea; permanece y sigue curando. Su tiempo no está en manos del zorro, sino del Padre.

  1. Meditación

Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?

La escena contrapone dos estilos de poder. El “zorro” calcula, intriga, devora. Cristo, en cambio, cobija: su autoridad es calor de alas y firmeza de obediencia. «Hoy y mañana… al tercer día» (Lc 13,32) es ritmo de Pascua: presente de misericordia, proceso paciente y plenitud en la cruz y resurrección (cf. Lc 24,26.46). Jesús no negocia su misión con el miedo. Como dirá después: «Nadie me quita la vida; yo la doy» (Jn 10,18).

El lamento sobre Jerusalén desenmascara nuestra dureza: Dios quiso, nosotros no quisimos. Aquí resuena la libertad dramática del hombre (cf. Mt 23,37) y la paciencia incansable de Dios (2Pe 3,9). Otras páginas convergen: la visitación de Dios que puede perderse (Lc 19,44), la señal de Jonás —llamado a la conversión— (Lc 11,29-32), y el llanto de Jesús ante la tumba de Lázaro (Jn 11,35), anticipo de su amor que no se resigna frente a la muerte.

Benedicto XVI subraya que la verdad no se impone por la fuerza, sino por la atracción del Amor (cf. Jn 12,32): la gallina no ataca, reúne. San Pablo lo expresa: «No te dejes vencer por el mal; vence al mal con el bien» (Rm 12,21). San Juan Pablo II, en continuidad, llamó «ley de la entrega» a la clave del discipulado (cf. Mt 16,24). ¿Qué Jerusalén es hoy mi corazón? ¿Qué zorro me intimida? ¿Qué alas rechazo? La conversión empieza por dejarse reunir: situarse bajo la Palabra, exponerse a los sacramentos, aceptar la corrección fraterna. El Maestro no promete ausencia de cruz, pero sí sentido, compañía y vida.

¡Jesús, María y José nos aman!

  1. Oración

Señor Jesús, Tú que nunca temiste el peligro y que caminaste con firmeza hacia la cruz, danos la valentía de seguirte sin temor. Te pedimos que, cuando las amenazas del mundo o las inseguridades nos rodeen, nos concedas la gracia de confiar en tu plan divino. Enséñanos a escuchar tu voz con el corazón abierto, y no permitas que rechacemos tu amor por seguir nuestros propios caminos. Queremos refugiarnos bajo tu amparo; haznos fieles, Señor, y llénanos con tu paz. Amén.

Espíritu Santo, socorre nuestras debilidades y otórganos la firmeza y coraje de Nuestro Señor Jesucristo para no asustarnos ante cualquier amenaza que impida que demos testimonio del Evangelio del amor.

Amado Jesús, por tu infinita misericordia, mira con bondad a las almas del purgatorio y permíteles participar del banquete celestial.

Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.

  1. Contemplación y acción

Contempla a Jesús firme en su camino y tierno en su lamento. Oye su voz: «¡Cuántas veces he querido… Pero ustedes no han querido Deja que esta frase atraviese tus defensas. Permanece en silencio bajo sus alas: nómbrale tus miedos, tus oscuridades interiores (vanidad, rencor, cálculo), y escucha cómo su mansedumbre los desarma sin humillarte.

Te propongo lo siguiente: Bajo las alas: elige cada día un acto de obediencia concreta a la Palabra (Lc 6,46). Por ejemplo, perdona a esa persona por la que rezas con disgusto (Mt 18,21-22). Vencer con el bien: ante un agravio, responde con una obra positiva y secreta de caridad (Rm 12,21; Mt 6,3). Tiempo de visita: fija una hora semanal para la adoración eucarística; deja que Él te mire y te haga parte de su grey. Por la Jerusalén de tu ciudad: busca una herida social cercana (soledad de un anciano, deuda de un vecino, cansancio de un sanitario) y hazte prójimo esta semana (Lc 10,36-37).

Vuelve al texto y reza sólo esta palabra: “Quise”. Es el Verbo pronunciado sobre tu historia. Si aceptas el cobijo, el lamento se convertirá en bendición: «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Lc 13,35). Entonces, aun en medio de los zorros, caminarás en paz.

Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con un escrito de Manuel Garrido Bonaño:

«Jesús anuncia de nuevo su Pasión. Morirá en Jerusalén en cumplimiento de las Escrituras. En esta ocasión, se lamenta profundamente por la suerte que va a correr la ciudad santa. Y se afirma en la determinación de subir a Jerusalén, dispuesto a morir.

En tres ocasiones ha anunciado su Pasión y Resurrección (Mc 8,31-33; 9,31-32; 10,32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén». Jesús recuerda el martirio de los profetas, que habían sido muertos en Jerusalén (Mt 23,37). Sin embargo, persiste y llama todavía a Jerusalén para que se reúna en torno a Él.

Es inefable el amor de Jesucristo por su tierra. ¡Cuánto debió sufrir su Corazón al ver que Israel se alejaba de Él, que le preparaba el martirio, que muchos se perderían, que no era fiel a su condición de Pueblo elegido! Lloró sobre Jerusalén a su vista: ¡si la Ciudad Santa hubiera conocido el mensaje de paz!

También Jesús llora sobre nosotros cuando no acogemos fielmente su mensaje de salvación, sino que lo rechazamos con el pecado».

¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.

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