«Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» Lc 15,7.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
 
Lectura del santo evangelio según san Lucas 15,1-10
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de ustedes tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos y les dice: “¡Alégrense conmigo! He encontrado la oveja que se me había perdido”. En verdad les digo que, así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alégrense conmigo! He encontrado la moneda que se me había perdido”. Les digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«Nuestro Señor vino para buscar lo que estaba perdido… Deja algunas ovejas que están en el corral para correr detrás de la que se había perdido…Hagamos como él. Ya que nuestras oraciones son una fuerza, con la certeza de obtener lo que pedimos, corramos. Por nuestras oraciones, corramos a la búsqueda de pecadores y hagamos por ellos la obra por la que nuestro Divino Salvador vino sobre la tierra…
Si no estamos dedicados a la vida apostólica, mucho debemos rezar por la conversión de los pecadores. La oración es casi el único medio potente, extendido, que tenemos para hacerles un bien y ayudar a nuestro Salvador en su trabajo de salvar a sus Hijos, sacar de un peligro mortal a los que ama apasionadamente, ya que nos ha pedido en su Testamento de amar como él mismo ama… Si estamos dedicados al apostolado, nuestro apostolado sólo dará fruto si rezamos por los que queremos convertir, ya que nuestro Señor da al que demanda, abre a quien llama… Para que Dios ponga buenas palabras sobre nuestros labios, buenas inspiraciones en nuestros corazones y buena voluntad en aquellos a quienes nos dirigimos, es necesaria la gracia de Dios. Para recibirla hay que pedirla… Así, cualquiera sea nuestro género de vida, recemos mucho, mucho, por la conversión de los pecadores. Es especialmente por ellos que Nuestro Señor trabaja, sufre, reza…
Recemos cada día con toda nuestra alma por la salvación y la santificación de esos hijos perdidos pero muy amados de Nuestro Señor, para que no perezcan, sino que sean felices. Recemos cada día por ellos, largamente y con toda nuestra alma, para que el Corazón de Nuestro Señor sea consolado por su conversión y alegrado por su salvación…» (San Carlos de Foucauld).
Jesús camina por la Galilea y sube hacia Jerusalén con el polvo de los caminos en los pies y el Reino en los labios. A su alrededor hay dos círculos: publicanos y pecadores que se acercan a escucharlo —gente pequeña, mestiza de culpas y heridas—, y fariseos con escribas que murmuran porque el Rabí «acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). En el Israel del siglo I, donde la mesa era pacto y pertenencia, compartir el pan equivalía a declarar parentesco. Social y religiosamente, el honor y la pureza ritual vertebran la vida; políticamente pesa el yugo romano con su carga fiscal. Culturalmente, la parábola habla en el idioma de la tierra: pastores que cuentan con el tacto, mujeres que encienden lámparas, barren el suelo de tierra apisonada y buscan en la penumbra una moneda del ajuar nupcial.
Mientras tanto, la santidad de Dios se percibe como distancia; pero Jesús la revela como cercanía que sale al encuentro. En ese borde tensado entre rigor y misericordia, Él teje dos relatos que son como ventanas al corazón del Padre: el Pastor que deja a noventa y nueve «en el campo» para ir tras la perdida, y la Mujer que no se resigna hasta hallar la moneda. No se trata de contabilidad, sino de comunión: para Dios, uno solo no es “un número”, es un nombre.
- Meditación
 
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
«La misericordia divina es una de las constantes bíblicas y resumen de toda la historia de la salvación humana por Dios, que culmina en Cristo, imagen y espejo del rostro misericordioso del Padre» (Basilio Caballero).
Estas parábolas son un retrato del Evangelio entero: Dios busca primero. Antes de nuestra sed, hay una Sed que nos precede (cf. Jn 4,6-10). El Pastor no calcula, ama; por eso arriesga, desciende a los barrancos, hiere sus manos en espinas y, al hallarnos, «nos carga sobre sus hombros» (Lc 15,5): imagen que culmina en la Cruz (cf. Is 53,4-6; 1 P 2,24).
La Mujer —símbolo de la Iglesia habitada por el Espíritu— enciende la lámpara de la Palabra (cf. Sal 119,105), barre el polvo de las mentiras y busca con diligencia (Lc 15,8). Ambas escenas terminan en alegría compartida, porque la misericordia nunca se celebra a solas: «Les digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,7.10).
Otros textos resuenan como acordes hermanos: el Buen Pastor que conoce a sus ovejas por su nombre (Jn 10,1-16); Zaqueo bajando del sicómoro ante una invitación que lo rescata (Lc 19,1-10); el doctor que viene por los enfermos, no por los sanos (Mc 2,17). Aquí nace una conversión concreta: dejar de murmurar por la misericordia ajena para dejarnos alcanzar por la nuestra. Benedicto XVI recordaba que «la Iglesia crece por atracción» —la atracción de un Amor que se inclina sin humillar—; san Juan Pablo II proclamó que la misericordia es «el segundo nombre del amor» (Dives in misericordia 7). Si te sabes buscado, te vuelves buscador: de los lejanos de tu casa, de los abatidos de tu oficina, de la oveja que se te confió.
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
 
Amado Jesús, envíanos la luz de tu Santo Espíritu para que, sintiéndonos pecadores, nos dejemos conducir por ti a la Casa del Padre y, así, sintamos la alegría de tu inmensa misericordia en nuestro corazón. Aparta de nosotros todo tipo de pecado para que podamos mostrar gestos de misericordia, de acogida y perdón hacia las personas más necesitadas material y espiritualmente.
Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, derrama tu gracia y tus dones para que toda la humanidad vuelva a Dios y comprenda el rostro misericordioso de Nuestro Señor Jesucristo.
Amado Jesús, extiende tu rostro de perdón a todos los difuntos de todo tiempo y lugar, especialmente, a los que más necesitan de tu infinita misericordia.
Madre Santísima, Reina de la paz, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.
- Contemplación y acción
 
Silencio. Te miro, Jesús, bajando por el barranco hacia mí. No me reprochas: me llamas. El miedo se afloja, la vergüenza se rinde, y me dejas oír el pulso de tu corazón que dice: “Tu precio está en mi sangre” (cf. 1 P 1,18-19). Me cargas: peso de oveja, peso de gloria.
Propósitos concretos de misericordia: Búsqueda: escribiré el nombre de una “oveja perdida” —familia, amigo, colega— y le tenderé un puente: llamada, visita, invitación a orar (cf. St 5,19-20). Reconciliación: me acercaré al sacramento de la Penitencia; dejaré que el Pastor me cargue sin excusas (cf. Jn 20,22-23). Fiesta sobria: prepararé en casa una mesa sencilla —pan, escucha y tiempo— para celebrar una vuelta, aunque sea un primer paso (cf. Lc 15,6.9).
Luego, de nuevo silencio; dejo que tu alegría me evangelice. Aprendo el ritmo del cielo: buscar, encontrar, cargar, celebrar. Y repito en susurro: “Tu misericordia, Señor, es más alta que los cielos” (cf. Sal 108,5).
Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo, el buen pastor, con uno de los escritos de Gregorio de Nisa:
«¿Dónde pastoreas, pastor bueno, tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Toda la humanidad que cargaste sobre tus hombros es, en efecto, como una sola oveja.
Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo; llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz, y tu voz me dé la vida eterna. Muéstrame, amor de mi alma, dónde pastoreas.
Te nombro de este modo porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia; de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma para ti.
¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que de tal manera me has amado, a pesar de mi negrura, que has entregado tu vida por las ovejas de tu rebaño? No puedo imaginarme un amor superior a éste: el de dar la vida a cambio de mi salvación».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.