«Quien no cargue su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío» Lc 14,27.
Oración inicial
Santo Espíritu de Dios, Amor del Padre y del Hijo, ilumínanos con tus dones para que podamos comprender los tesoros de la sabiduría que Jesús nos quiere revelar en este día.
Madre Santísima intercede ante la Santísima Trinidad por nuestra petición. Ave María Purísima, sin pecado concebida.
- Lectura
 
Lectura del santo evangelio según san Lucas 14,25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: «Si alguno se viene conmigo y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no cargue su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿Quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabarla, y empiecen a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de terminar. O ¿Qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá resistir al que le ataca con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, envía delegados para pedir condiciones de paz. Lo mismo ustedes: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
Palabra del Señor. Gloria a ti Señor Jesús.
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«No vayamos a creer que aquellos que han sido elevados en este mundo a las cumbres de las riquezas, del poderío y de los honores hayan alcanzado con ello el bien por excelencia, pues éste consiste únicamente en la virtud. Esas otras cosas son indiferentes. Son útiles, son provechosas para los justos que usan de ellas con recta intención y para cumplir sus menesteres ineludibles, pues brindan la ocasión para hacer obras buenas y para producir frutos para la vida eterna. Son, en cambio, lesivas y dañinas para aquellos que abusan de ellas, encontrando en ellas ocasión de pecado y de muerte» (San Juan Casiano).
El escenario es el camino hacia Jerusalén (cf. Lc 9,51): Jesús avanza decidido a la Pascua, y la multitud —fascinada por sus signos— le sigue entre polvo, asombro y expectativas mesiánicas. Geográficamente transitamos la dorsal montañosa de Judea y Samaría, donde aldeas agrícolas, olivos y viñedos sostienen una economía de subsistencia, gravada por impuestos dobles —imperiales y herodianos— y por los tributos del templo.
Mientras tanto, la identidad de Israel del siglo I se teje en torno a la Torá, la sinagoga y la mesa; las casas extensas de familia son el primer tejido de seguridad y pertenencia. Religiosamente domina el anhelo de pureza y la espera del Reino; fariseos, escribas y saduceos proponen caminos diversos de fidelidad. Culturalmente, la honra familiar es columna vertebral: renunciar a bienes, clanes y herencias es romper con el “capital” simbólico de la vida. Políticamente, la presión romana genera la tentación de mesianismos liberacionistas. En ese cruce de fuerzas, Jesús pronuncia palabras que queman: “«Si alguno se viene conmigo y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Mt 10,37). No invita al desprecio, sino a un amor ordenado que ponga a Dios en el centro (cf. Mt 10,37). Sus dos parábolas —la torre y la guerra— llaman a calcular el costo: el discipulado no es entusiasmo de multitud, sino decisión pascual que abre la vida al Absoluto de Dios.
- Meditación
 
Queridos hermanos: ¿cuál es el mensaje que Jesús nos transmite a través de su Palabra?
El evangelio nos sienta ante el crisol donde se forja la libertad. Seguir a Cristo no es añadir un ornamento devoto, sino reconfigurar el eje del corazón. «Llevar la cruz» (Lc 14,27) no es buscar dolor, sino dejar que el amor cruciforme de Jesús dé forma a cada vínculo, proyecto y deseo (cf. Ga 2,19-20). Por eso, el Señor toca lo más sagrado —familia, bienes, reputación— para ordenarlo en caridad: «Si alguno se viene conmigo y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Mt 10,37). No rebaja los afectos; los purifica.
La torre por construir interpela nuestra tentación de comenzar sin acabar: ¿he puesto cimientos orantes, sacramentales, fraternos? (cf. Lc 6,46-49). El rey que evalúa la batalla nos libra del voluntarismo: ¿cuento con la gracia, o sólo con mis fuerzas? (cf. Jn 15,5). Jesús no busca héroes solitarios, sino discípulos eclesiales capaces de discernir y perseverar (cf. Lc 9,23; Heb 12,1-3).
El eco de otros textos ilumina: el joven rico, encadenado a su tristeza (Mc 10,17-22); María de Betania, que «escoge la mejor parte» (Lc 10,38-42); Pablo, que considera todo “basura” por ganar a Cristo (Flp 3,7-8). El núcleo: «El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Renunciar no es odiar la creación, sino entregarla a su Dueño, para poseerla de veras en la voluntad de Dios. El mundo necesita cristianos de cimiento profundo, capaces de amar sin ser poseídos por lo que aman. El cálculo del costo no enfría el fervor; lo hace verdadero.
¡Jesús, María y José nos aman!
- Oración
 
Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, infunde en nosotros la sabiduría y el deseo para seguir a Nuestro Señor Jesucristo en todo tiempo y lugar.
Amado Jesús, perdona nuestras debilidades y nuestros temores, y enséñanos a vivir con un corazón dispuesto a entregarse. Que podamos decir como San Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Que cada día, Señor, podamos crecer en amor y en entrega, para vivir como verdaderos discípulos tuyos.
Amado Jesús, por tu infinita misericordia, concede a las almas del purgatorio la dicha de sentarse contigo en el banquete celestial.
Madre Santísima, Madre de la Divina Gracia, intercede ante la Santísima Trinidad por nuestras peticiones. Amén.
- Contemplación y acción
 
Quédate, Señor, en la entraña del silencio. Te contemplo caminando decidido hacia Jerusalén: tu rostro es un sí al Padre sin fisuras. Al mirarte, se aquietan mis justificaciones y nace el deseo de pertenecerte sin reservas. Me dejo alcanzar por tu mirada que ordena mis amores, y repito contigo: «Hágase» (Lc 22,42).
Propongo lo siguiente para esta semana: Criterio en los afectos: oraré diez minutos diarios presentando por su nombre a las personas que más amo, diciendo con libertad: “Señor, te las confío; muéstrame cómo amarlas en tu voluntad” (cf. Sal 37,5). Simplicidad de vida: revisaré mi consumo (tiempo, dinero, pantallas) y renunciaré a lo superfluo por un acto concreto de caridad (cf. Lc 12,33). Cimiento sacramental: me confesaré —si hace tiempo no lo hago— y fijaré un día de Eucaristía entre semana, para que tu gracia sea la fuerza de la obra (cf. Jn 6,56). Discernimiento del costo: escribiré —ante Ti— una decisión que temo por miedo a perder, y preguntaré: “¿Qué me pides, Señor?” (cf. 1 Sm 3,9).
Entonces, sin palabras, me quedaré contigo. Tú miras, yo miro. Tu Paz me invade; tu Espíritu enciende, y el corazón aprende el secreto: perderse por Ti es ganarlo todo (cf. Mt 16,25).
Hermanos: contemplemos a Nuestro Señor Jesucristo con un texto de André Louf:
«El que quiera seguir a Jesús debería reflexionar sobre lo que se compromete a hacer. No es suficiente con dejarse atrapar por una pasión imprevista, ni con querer algo a toda costa; es importante, en cambio, valorar en ese momento si es bastante rico para permitirse la construcción de esa torre o si es bastante poderoso para aventurarse en el juego de la guerra.
Jesús aplica estos ejemplos a la decisión que debe tomar el que quiera ser discípulo suyo… En el caso del discípulo, se trata de valorar no lo que posee – fuerza, poder, generosidad, dinero, capacidades humanas -, sino aquello a lo que está dispuesto a renunciar, aquello que está dispuesto a dejar, a abandonar, aquello de lo que está dispuesto a privarse y a despojarse. Y Jesús añade también que debe tratarse de todo o nada: “El que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío”.
La empresa del Reino de Jesús obedece, en verdad, a leyes e imperativos opuestos a los que normalmente regulan las empresas del mundo. Cuanto menos poseemos, menos es lo que damos y abandonamos; cuanto más dejamos y compartimos, y cuanto más pobres somos, tanto mayor será la posibilidad que ofreceremos a Dios y a su gracia de renovar sus milagros a través de este expolio de nosotros mismos. ¡Qué desprendimiento y qué transparencia necesita el discípulo de Jesús a fin de que el Padre pueda servirse libremente de él y realizar de nuevo por medio de él los milagros que desea realizar! Pensábamos que lo habíamos dado todo, que nos habíamos despojado de todo, pero la gracia de Jesús nos pide todavía más.
Esta gracia que sabe privar con infinita dulzura, sin mutilar, pero que libera también los canales a través de los cuales discurrirá la savia de una nueva vida. Es el camino del expolio, el camino por el que se ofrece la posibilidad de llegar a ser, a nuestra vez, los actores y los siervos de los milagros de Dios para nuestros hermanos».
¡El amor todo lo puede! Amemos, que el amor glorifica a Dios.